El humor de los mercados aterroriza a Europa
Cambridge, EE.UU.- Un espectro recorre Europa: el de la "confianza de los mercados". Puede que fuera el miedo al comunismo lo que agitó a los gobiernos cuando Karl Marx escribió la primera línea de su Manifiesto de 1848, pero hoy es el pavor de que el sentimiento de los mercados se vuelva contra ellos e impulse los diferenciales de sus bonos estatales. Varios gobiernos están obligados a hacer una reducción fiscal prematura, pese a que el desempleo es alto y la demanda privada da pocas señales de vida. Otros se ven abocados a emprender reformas estructurales en las que no creen, simplemente porque no gustaría a los mercados que no lo hicieran.
El terror inspirado por el sentimiento de los mercados fue la cruz sólo de las naciones pobres. Durante la crisis de la deuda latinoamericana en los 80 o la crisis asiática de 1997, por ejemplo, países en desarrollo muy endeudados pensaban que no tenían otra opción que tragar una medicina amarga o afrontar una fuga de capitales. Ahora es el turno de España, Francia, Gran Bretaña, Alemania e incluso, como sostienen muchos analistas, los Estados Unidos.
Para poder seguir tomando dinero prestado, hay que convencer al prestador de que se podrá saldar la deuda. Eso está claro, pero en época de crisis la confianza de los mercados cobra vida propia. Se convierte en un concepto etéreo sin contenido económico real. Se convierte en lo que los filósofos llaman una "construcción social": algo que sólo es real porque creemos que lo es.
Si la lógica económica fuera inequívoca, los gobiernos no tendrían que justificar lo que hacen basándose en la confianza de los mercados. Sería evidente qué políticas funcionan y cuáles no y la forma más segura de restablecer la confianza sería la de aplicar las políticas "correctas". La de perseguir la confianza de los mercados sería una tarea superflua. Así, pues, si la confianza de los mercados tiene algún significado, ha de ser algo que no dependa sólo de fundamentos económicos, pero ¿qué es?
La capacidad y la disposición de un gobierno para amortizar el servicio de su deuda dependen de un número casi infinito de contingencias presentes y futuras. Dependen de sus planes fiscal y de gasto, del estado de la economía, de la coyuntura externa y del marco político. Todos son muy inciertos y requieren muchas hipótesis para llegar a concebir alguna forma de juicio sobre la solvencia.
Hoy, los mercados parecen pensar que los grandes déficits fiscales son la mayor amenaza para la solvencia de un estado. Mañana pueden pensar que el verdadero problema es el escaso crecimiento y lamentar las políticas fiscales estrictas que contribuyeron a producirlo.
Hoy les preocupan los gobiernos pusilánimes, que no adoptan las duras medidas necesarias para abordar la crisis. Tal vez mañana pierdan el sueño por las manifestaciones de masas y los conflictos sociales que las políticas económicas duras hayan provocado.
Pocos pueden predecir hacia dónde se orientará el sentimiento de los mercados. Políticas similares producen reacciones diferentes, según cuál sea la historia dominante o la moda del momento. Esa es la razón por la cual dirigir la economía conforme a los dictados de la confianza de los mercados es una misión absurda.
El aspecto positivo de esto es que, a diferencia de los economistas y los políticos, los mercados carecen de ideología. Mientras ganen dinero, no les importa tragarse sus palabras. Simplemente, quieren que haya un marco económico estable y sólido que propicie el pago de la deuda.
Con eso, los gobiernos disponen de cierto margen de maniobra. Permite a los dirigentes políticos seguros de sí mismos tomar en sus manos su futuro. Les permite dar forma al relato que sostiene la confianza de los mercados, en lugar de intentar alcanzarlos.
Pero, para utilizar bien ese margen de maniobra, los encargados de la formulación de políticas deben articular una exposición coherente, firme y creíble de lo que están haciendo, basada en posiciones económicas y políticas válidas. Tienen que decir: "Estamos haciendo esto, no porque los mercados lo exijan, sino porque es bueno para nosotros y vamos a explicar por qué".
Su argumento debe convencer a sus electores, además de a los mercados. Esa es la razón por la que los gobiernos europeos siguen perdiendo el tren. En lugar de afrontar el problema, los dirigentes anduvieron con dilaciones y después, cedieron a la presión. Acabaron obsesionados con los dichos de los analistas de los mercados. Con ello, se privaron a sí mismos de políticas económicamente convenientes que tienen más posibilidades de granjearse el apoyo popular.
Si la crisis actual empeora, la responsabilidad principal corresponderá a los dirigentes políticos: no porque no hicieran caso de los mercados, sino porque se los tomaron demasiado en serio.
Fuente: lanacion.com
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